Nebraska. Alexander Payne. EEUU. 2013
Una road movie muy particular, más parecida a un ejercicio de meditación que a una sucesión de aventuras. Al revés de lo que sucede habitualmente en este género, no son los acontecimientos del camino los que dan empuje al relato, sino las introspecciones de un padre y su hijo, estimuladas por breves pero certeras palabras y muchos y cuidados silencios. Los planos generales de la ruta, en medio de una llanura interminable, o las vacas pastando en campos casi inabarcables con la mirada, dan el entorno bucólico justo para esta vivencia de los personajes principales.
El lazo entre el padre, Woody Grant, que parece loco y su hijo, David, que al principio solo le sigue la corriente por pura condescendencia, se va transformando de a poco en una última gran oportunidad para el acercamiento mutuo y la expresión de alguna forma de afecto. Son los momentos para un diálogo postergado, que podría no existir jamás si no estuviera la pueril recompensa con la que sueña el viejo. Hitchcock decía que en toda película estructurada a partir de un MacGuffin, este debía ser lo más simple y trivial posible, para que la atención del público se centrara en el devenir de las secuencias más que en la trascendencia del objetivo. No hay dudas que Payne conoce esta lección.
El director logra con este filme romper un sin número de estereotipos alrededor de la vejez. ¿Puede tener edad el deseo? ¿Hay un tiempo para dejar de soñar? ¿Es el espíritu de aventura un patrimonio exclusivo de los jóvenes? ¿Son los mayores solo un estorbo para los hijos y nietos? ¿Es la tercera edad, una simple antesala de la muerte?
Como solo ocurre en pocas grandes películas, Payne, sin suavizar ni esconder los achaques de la vejez, muestra que aún en la etapa de la decadencia física y mental, sobreviven con fuerza las pasiones humanas.
Los viejos aquí son cualquier cosa menos simpáticos. Payne se cuida de que sus personajes no despierten en el público una fácil ternura ni compasión. Por el contrario, los vemos como seres hoscos, gritones en algunos casos o ensimismados en silencios indescifrables y con la mirada perdida en otros. Pero con todas las limitaciones que imponen el declive del cuerpo y la mente, su personaje principal se mantiene vivo porque no claudica ante el deseo.
Payne no se priva de entregarnos un retrato patético de los vínculos familiares. Primos que hace años no se ven, no tienen nada para decirse y hasta destilan sarcasmos. Hermanos que no encuentran una estrategia común para afrontar los desafíos que plantea su padre. La mujer, Kate Grant, se muestra siempre quejosa de los actos de su anciano marido. Tampoco el resto de los viejos de la familia ampliada parecen deseosos de alguna forma de comunicación. Solo se conforman con algún tiempo compartido frente al televisor en medio de silencios ominosos, solo interrumpidos por la voz del relator deportivo. O cuando almuerzan, las pocas frases que se escuchan, recorren los consabidos lugares comunes de seres que no parecen saber que decirse. En este escenario, se hace más potente el vínculo entre Woody y David.
Pero también hay en Payne una mirada no del todo hostil hacia el matrimonio. Un ejemplo de la supervivencia de los afectos entre el viejo y su mujer cascarrabias, está muy bien sintetizada en la escena en que Kate sale en defensa de Woody, ante el reclamo por supuestas deudas que le hacen los parientes y el ex socio.
Lo que conmueve más en Woody, es la desproporción entre los fines y los medios. La pretensión de salir en la búsqueda del millón de dólares yendo a pie con sus piernas cansadas, a un lugar que está a cientos de kilómetros de su casa, más que un acto de locura, es la expresión cinemática de un deseo inconmensurable.